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Con independencia de si el Ministerio de Educación distribuyó o no la cartilla que, según medios y redes sociales, pretende influir en los niños para conducirlos al homosexualismo, sobre la base de conceptos tan absurdos e irreales como aquel según el cual los hombres no nacemos hombres y las mujeres no nacen mujeres, lo cierto es que en el episodio hubo un equívoco fundamental. Se tergiversó una sentencia.

Se dijo que, con la cartilla de la que se habló en las redes sociales, se buscaba cumplir una sentencia de la Corte Constitucional.

Pero lo que se expresó en Fallo T-478 de 2015, relativo a un menor que se suicidó en razón del “matoneo” contra él ejercido en el colegio por causa de su orientación sexual, fue algo muy distinto al contenido divulgado de la cartilla. En búsqueda de una pacífica convivencia en los establecimientos educativos, basada en el respeto hacia los demás, se ordenó al Ministerio: “i) una revisión extensiva e integral de todos los Manuales de Convivencia en el país para determinar que los mismos sean respetuosos de la orientación sexual y la identidad de género de los estudiantes y para que incorporen nuevas formas y alternativas para incentivar y fortalecer la convivencia escolar y el ejercicio de los derechos humanos, sexuales y reproductivos de los estudiantes, que permitan aprender del error, respetar la diversidad y dirimir los conflictos de manera pacífica, así como que contribuyan a dar posibles soluciones a situaciones y conductas internas  que atenten contra el ejercicio de sus derechos; y ii) ordenar y verificar que en todos los establecimientos de educación preescolar, básica y media estén constituidos los comités escolares de convivencia”.  

Como puede verse, no se ordenó el adoctrinamiento de los menores en el homosexualismo, entre otras cosas porque esa orden no la podía dar la Corte Constitucional, ni tribunal alguno. Ni tampoco el Ministerio. Ello habría vulnerado el artículo 44 de la Constitución, según el cual “la familia, la sociedad y el Estado tienen la obligación de asistir y proteger al niño para garantizar su desarrollo armónico e integral y el ejercicio pleno de sus derechos”. Entre esos derechos está uno que es inherente a la persona  humana (art. 94 de la Constitución): el de la libertad sexual, que en este sentido se expresa en  conservar el sexo al que se pertenece por nacimiento, sin ser prematura o abusivamente manipulado para cambiarlo, o para observar comportamientos no acordes con su naturaleza. A la vez, se habría cercenado el derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 16 C.P.) y el derecho de los padres de familia a “escoger el tipo de educación para sus hijos menores”.

Aunque quizá contribuyó a la confusión, al usar demasiadas palabras altisonantes para expresar algo ya dicho sencillamente en la Constitución, el fallo reivindicó el respeto que merecen todos los menores, por el hecho de ser personas y en razón de su dignidad.  Asegurar por distintos mecanismos que todos, sea cual fuere su sexo, sean respetados por los demás y por la comunidad educativa, en un contexto de sana y pacífica convivencia. Respetar el sexo de cada uno. Eso es  todo, pero lo complicaron en la práctica.

 

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Todos los colombianos veíamos este lunes, desde Río de Janeiro,  a nuestro campeón olímpico en pesas, Oscar Figueroa, y escuchábamos emocionados las notas de nuestro glorioso  Himno Nacional –que, dicho sea de paso, a nadie se le vaya a ocurrir cambiar ni adicionar su letra, porque no lo aceptaríamos-, y pensábamos en el efecto que surten la claridad, la transparencia, lo inobjetable y lo contundente,  en toda relación humana, en especial cuando se trata del interés de la sociedad entera.
 
En el caso del deportista, que nos llenó –como antes varios otros- de justificado orgullo nacionalista, el país entero celebró el triunfo de inmediato, sin reticencia, sin reservas, sin dudas. Todo fue inmediato, porque todo fue transparente. Porque a nadie se le habría ocurrido, viendo la hazaña del colombiano, poner en tela de juicio su legítima victoria. Hasta sus rivales supieron reconocer la superioridad de nuestro compatriota, y participaron con gran hidalguía en el acto de entrega de la medalla, cuando descollaba en el escenario el tricolor nacional. Justificado y legítimo orgullo de quienes sentimos y queremos a Colombia.
 
El ejemplo de Figueroa me sirve para escribir, en cambio, que lo referente al plebiscito y a nuestra participación como ciudadanos en ese mecanismo de participación, con miras a la finalización del conflicto armado, no está nada claro. Es algo oscuro y misterioso. Al margen de lo deportivo, este asunto de los acuerdos de paz, en que se nos pide sufragar –quién sabe cuándo, por el SÍ o por el NO -, sin conocer tampoco un acuerdo con la otra parte en los diálogos, sin  convenio alguno suscrito, y sin unas reglas de juego mínimas, sin ley estatutaria, sin una sentencia en firme de la Corte Constitucional, este proceso  del camino institucional rumbo a la paz –que siempre entendimos, debía ser muy respetable, claro y seguro-  se nos antoja ahora extraño, encriptado y confuso, vistos los hechos de las últimas semanas. No arroja la más mínima confianza, ni siquiera en quienes, desde el comienzo, manifestamos ser partidarios de la vía pacífica, del diálogo y de la concertación, con miras a poner fin a una etapa histórica de una violencia de más de medio siglo.
 
Mensajes confusos y erráticos, casi siempre provenientes del propio presidente de la República, han trastornado –según considera mucha gente- el buen curso del estudio, que, debemos decirlo, se adelanta, con sentido crítico,  en varias instituciones y universidades.
 
 No entendemos un certamen democrático sin que el votante sepa, bien informado, por qué vota SÍ o NO. 
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