Opinion (2373)

Pasadas las festividades de fin de año, se han reanudado  las actividades públicas y privadas.

Como lo expresábamos en columna radial, será  difícil este período, en especial para  los trabajadores y  la clase media, con un IVA del 19%; con una reforma tributaria regresiva e inequitativa, con una economía que viene maltrecha y desordenada, y con un salario cuyo ajuste ya se perdió por causa de los impuestos y de la inflación. Pero habrá que tener paciencia y seguir trabajando, como lo hacemos a diario.

Ahora bien, un Estado social y democrático de Derecho, por su misma definición, tiene que estar sometido a las reglas constitucionales. A veces ello no ocurre, o acontece de manera forzada y con muchas dudas y perplejidades.

El ejemplo más reciente de esto último es  nuestro proceso de paz con las Farc, culminado, al menos en teoría,  tras  medio siglo de violencia. Comenzó bien -a partir del artículo 22 de la Constitución, según el cual la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento-, pero, por extraña paradoja, en la medida de sus avances se fue alejando del Derecho. Del  verdadero Derecho, en nuestro concepto.

Aunque muchos hemos expresado discrepancia, desde la perspectiva jurídica, respecto a lo actuado por órganos estatales con miras a la implementación y desarrollo de los acuerdos de La Habana, hemos de entender una realidad. Los documentos pertinentes están firmados por las partes; el Acuerdo Final fue suscrito, a nombre del Estado, por el Presidente de la República y nos compromete; la Constitución ha sido reformada por el Congreso para que actos legislativos y leyes sean  velozmente aprobados, sin discusión; el Presidente de la República goza de amplias e imprecisas  facultades extraordinarias para expedir decretos con fuerza  de ley; y todo ha sido avalado por la Corte Constitucional en un extraño fallo de estructura muy discutible aunque vinculante.

Es decir, la suerte está echada. Ya, sobre lo actuado no cabe seguir debatiendo. Se dijo lo que se debía  decir, oportuna y claramente; se han dejado las constancias públicas acerca del   erróneo manejo del proceso por parte del Gobierno, y ahora, ante la realidad de lo actuado, respaldado por los jueces constitucionales -aunque se discrepe de los fallos, deben ser respetados-,   lo que cabe es mirar hacia el futuro y  buscar que el cumplimiento de lo acordado se produzca sin traumatismos y genere una verdadera paz, “estable y duradera”, como dicen los acuerdos. Que  la entrega de las armas por parte de las Farc  tenga  lugar en los términos definidos; que los desmovilizados se trasladen a las zonas de concentración; que el Estado cumpla su palabra en lo que a él corresponde y que la antigua guerrilla haga lo propio; que sean devueltos a sus familias los secuestrados y  los menores  reclutados, como ha debido ocurrir hace mucho tiempo. En fin, que se cumpla todo pacíficamente.

Ya se aprobó la Ley de amnistía e indulto, como lógica consecuencia de lo convenido, y deben quedar en libertad aquellos guerrilleros que no eran procesados por crímenes atroces, de lesa humanidad, o de guerra cometidos en forma sistemática. Ya vendrá la Jurisdicción Especial de Paz.

De buena fe y con confianza en que la reconciliación proclamada sea  auténtica y palpable, y en que el Gobierno cambiará su rumbo en materia social y económica para bien de las grandes mayorías, iniciemos el año trabajando y estudiando, con dedicación y entrega. Ojalá –Dios quiera-  gocemos de una mejor situación cuando finalice 2017.

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La función del Derecho no es, como muchos piensan -y hay quienes hasta se lo exigen como clientes al abogado-,  confundir al juez  para ganar un pleito, ni facilitar una salida a quien quiere ocultar un crimen, ni justificar el acto del evasor de impuestos, ni sustentar  la validez o nulidad de un acto  o decisión apelando a un argumento ingenioso fundado en premisas falsas pero  bien presentadas.

Lo del Derecho no es la apariencia; es el fondo. Lo que debe prevalecer mediante la aplicación del Derecho no es la mentira, ni la verdad a medias –ocultos en fino empaque de palabras o de pruebas acomodadas- sino la verdad, en toda su plenitud y con todas sus consecuencias. Lo del Derecho no es el uso de cualquier medio –sea el que sea- para lograr un fin, o para obtener éxito en un proceso, sino el imperio de la Justicia, su principal valor.

El Derecho no es “utilizable” para beneficio del poderoso o del  pudiente. Es independiente; es por definición, imparcial. Es el encuadramiento de los fenómenos sociales, económicos y políticos que tienen lugar en una sociedad, para organizarlos de conformidad con la idea de Justicia.

Ahora bien, se dice que el Derecho -que no es una ciencia exacta- es discutible, y así es. Pero, como también la seguridad jurídica es uno de sus valores primordiales, los ordenamientos  tienen  que prever los mecanismos necesarios para que, ante las controversias, se llegue a una definición. La existencia de criterios encontrados debe llevar a la definición por parte de alguien. Ese alguien es quien, según el Derecho vigente, goce de competencia para adoptar una decisión última, después  de todos los recursos e instancias. Pero, desde luego, esa decisión final ha de ser fundamentada y  depende de lo que establezca por vía general y abstracta el Derecho, cuyos alcances deben ser interpretados  por los jueces y magistrados, y en últimas, en cada jurisdicción, por los tribunales de cierre.

Pero hemos visto que, en la práctica y en muchos casos,  los principios así expuestos, sobre el necesario imperio del Derecho, son relegados por intereses menores, y sacrificados por la vía de argumentos ingeniosos pero no por ello válidos. En virtud de los cuales, en esos eventos, el Derecho está de espaldas a la Justicia, a la equidad, a la razón, porque alguien inventó un mecanismo para escapar del verdadero Derecho usando las líneas blancas de la Constitución o de las leyes, dando a las palabras significados extraños o inapropiados, y, en fin, esgrimiendo y sacando adelante un "derecho" desvirtuado, confuso e injusto. Cuando esto ocurre con decisiones de órganos judiciales de cierre, si bien el fallo pronunciado es definitivo, entre nosotros cabe la acción de tutela por vía de hecho, o causales de procedibilidad con fundamento en la Constitución.

Y si la decisión contraria a Derecho proviene del máximo tribunal, en Colombia la Corte Constitucional,  la propia corporación, con base en el auto-control, debería modificar la jurisprudencia errónea. Y, desde luego, el pueblo puede pronunciarse en sentido contrario, en su condición de Constituyente primario.

El Derecho obliga a todos porque la comunidad lo necesita; porque lo requiere; porque es imprescindible para que la organización social subsista. La política, la economía, y todo cuanto en el seno de ella se desarrolla está supeditado al Derecho. No a las manipulaciones del Derecho.

 

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(*) Ex magistrado de la Corte Constitucional. Rector y Decano de Derecho de UNISINÚ en Bogotá. Director de ELEMENTOS DE JUICIO y de LA VOZ DEL DERECHO.

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Un Estado democrático de Derecho, por su misma definición, tiene que estar sometido a las reglas constitucionales. Es lo que aprendimos  en la Cátedra de Derecho Constitucional. Pero cada vez se está volviendo más difícil explicar a los estudiantes las razones para que haya una enorme distancia entre esa  teoría y la realidad.

Nos encontramos con frecuencia ante decisiones que, impulsadas por la intención política, se apartan (en sustancia) de la Constitución, aunque se les da la apariencia de legitimidad.

Basta pasar revista a lo acontecido en el caso del proceso de paz colombiano, un proceso que, tras medio siglo de violencia, comenzó bien -a partir del artículo 22 de la Constitución, a cuyo tenor la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento-, pero que, por extraña paradoja, en la medida de sus avances se fue alejando del Derecho. Curiosamente, no por la gestión de los voceros de las Farc -que estaban fuera de la legalidad-, sino por la actividad de quienes, como representantes de la institucionalidad, han debido respetar sus normas y no lo hicieron: los órganos estatales.

En primer lugar, para dar la apariencia de legitimidad, dijeron someterse al dictamen popular sobre los acuerdos de La Habana y hablaron de un plebiscito, pero -con la bendición de la Corte Constitucional- modificaron la legislación estatutaria sobre ese mecanismo de participación para que, apenas con el 13% del censo electoral a favor, se entendiera que el pueblo colombiano apoyaba todo lo actuado.

Después, convocado el plebiscito –que no era necesario, como lo hemos dicho varias veces-, se confundió al pueblo, proclamando que el Acuerdo firmado en Cartagena el 26 de septiembre -un farragoso documento de 297 páginas, en que el Estado asumió numerosos compromisos- era la paz. Y, ante la pregunta formulada, que daba lugar a dos opciones de respuesta igualmente válidas –SÍ o NO-,  se adelantó una campaña, encabezada por el Gobierno, señalando a los críticos  del Acuerdo como enemigos de la paz y abanderados de la guerra. Una falacia que el pueblo rechazó el 2 de octubre, votando mayoritariamente por el NO.

Después, dando la apariencia de consulta con los dirigentes de la opción ganadora, se reformaron  algunos puntos no esenciales del documento, y  el 24 de noviembre se firmó un nuevo Acuerdo.

Ese nuevo papel -que la mayoría de los colombianos no conoce- fue llevado al Congreso, que dijo refrendarlo "popularmente", pese a que la exigencia lógica y jurídica era de “refrendación popular” (es decir, proveniente del pueblo) y había sido plasmada como condición indispensable para que el Acto Legislativo 1 de 2016 entrara en vigor. Este último contiene una reforma de la Carta Política que, según la Corte Constitucional, no la sustituyó pero que la cambió por completo, dando vía libre al mal llamado “Fast track” –procedimiento legislativo breve- y a unas facultades presidenciales ilimitadas e imprecisas.

En suma, toda una cadena de falacias que hicieron del orden jurídico y del pueblo reyes de burlas.   

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