Opinion (2357)
Así como en muchas ocasiones –desde luego, con el debido respeto- hemos discrepado del sentido o de la motivación de providencias y decisiones del Consejo de Estado, en esta oportunidad se hace necesario reconocer el mérito de dos de sus más recientes fallos, que sin duda darán lugar a controversia pero que representan un aporte inestimable en pro de la recuperación del prestigio de nuestras altas corporaciones, hoy tan maltrecho por causa de equivocaciones que la opinión pública y el mismo sistema jurídico rechazan.
Hablamos de la aplicación de las normas constitucionales alusivas a la manera como se integran las altas corporaciones encargadas de impartir justicia y de administrar la carrera y el presupuesto de la rama judicial.
De conformidad con la Constitución, el Consejo de Estado, la Corte Suprema de Justicia y la Corte Constitucional escogen a los miembros de la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura para períodos individuales de ocho años, y éstos, a su vez, elaboran las listas de las cuales son seleccionados, por el mismo lapso, los magistrados integrantes de las dos primeras altas corporaciones en mención.
Con independencia de los nombres específicos de quienes resultaron afectados por las recientes decisiones adoptadas por el Consejo de Estado sobre nulidad de elecciones de magistrados, lo cierto es que esa alta corporación ha comenzado a sentar una refrescante jurisprudencia, a todas luces compatible con el espíritu de la Constitución de 1991. Las tesis que hay en el fondo de las decisiones judiciales en comento es muy sana y tiene origen en la aplicación de invaluables principios de orden ético y jurídico, tan importantes en cualquier actividad, con mayor razón en organismos a los que la propia norma fundamental confía delicadas funciones.
El Consejo de Estado, en efecto, declaró la nulidad de las elecciones de dos magistrados, uno del Consejo Superior de la Judicatura (Sala Administrativa) y otro de la Corte Constitucional.
Nos parece que ha quedado claro, sin necesidad de que al respecto se tenga que reformar la Constitución, que cualquier funcionario –no solamente un magistrado- que tenga a su cargo participar en una elección o postulación de quienes han de desempeñar altos cargos al servicio del Estado no puede tomar parte en la votación -con el objeto de elegir o postular- si uno de los candidatos lo ha nombrado a él o ha participado en su propia postulación o elección.
El sistema concebido en 1991, que ahora rescata el Consejo de Estado, no fue concebido para que se pagaran favores; es indebida una elección como forma de retribuir el beneficio personal de otra. Por eso tampoco está bien que quien desempeña un cargo –el de Procurador, por ejemplo- nombre a los familiares o cónyuges de quienes pueden postularlo o elegirlo. Eso está claramente prohibido por la propia Constitución.
Ha agregado otro elemento el Consejo de Estado: se debe respetar el voto secreto en elecciones o postulaciones, para garantizar la necesaria espontaneidad e independencia de los magistrados que toman parte en la decisión. El voto de ellos, como lo disponen los reglamentos de las corporaciones, debe ser secreto, libre y autónomo, y totalmente ajeno a cualquier forma de presión o intimidación.
Ahora bien, se debe volver a la época en que lo valioso para llegar a los altos cargos no era el amiguismo, el compadrazgo, el “lobby”, el padrinazgo político o el partido al que se perteneciera, sino la preparación, el conocimiento, la experiencia relacionada, la trayectoria limpia y decorosa del aspirante. Que no volvamos a escuchar aquello de que “la hoja de vida es lo de menos”.

Sin perjuicio de reconocer la alta votación del candidato del Centro Democrático, Dr. Oscar Iván Zuluaga, hay que celebrar que el triunfo del presidente Juan Manuel Santos haya sido lo suficientemente claro y contundente en la segunda vuelta, para evitar crisis institucionales como la que infortunadamente ha afectado y sigue afectando a Venezuela. Lo del fraude que algunos sostienen no es otra cosa que una pataleta.
También celebramos la victoria de Santos –sin haber sido sus entusiastas seguidores-, dado el respaldo que merecía, que pedía y que obtuvo en las urnas, para seguir adelante en el proceso de paz que prosigue en La Habana –Cuba- y de cuyos resultados efectivos estamos pendientes todos los colombianos, a decir verdad con fundadas esperanzas, tras cincuenta años de conflicto armado.
Muchos acudimos a sufragar por el candidato presidente, siendo enemigos de la figura de la reelección –en mala hora aprobada en 2004-, porque confiamos en la seriedad del proceso, de los voceros gubernamentales en la mesa de negociaciones y del propio Jefe del Estado, que en esta materia ha demostrado, particularmente en los últimos meses, un empeño no por completo ligado a sus aspiraciones reeleccionistas.
Dicho sea de paso, quien esto escribe -aunque le parece una contradicción en el caso del actual mandatario-, comparte parcialmente la propuesta del reelegido presidente Santos, en el sentido de que se expida un Acto Legislativo que expulse definitivamente de la Carta Política colombiana la reelección. Digo parcialmente, porque no me agrada que el período, así sea para los futuros presidentes, resulta ampliado a cinco o seis años, a no ser que se prevea la posibilidad de revocatoria del mandato, y porque, además, estimo que el Gobierno, al preparar el proyecto que se presente, no debe olvidar que, de una vez, debemos suprimir la reelección para todos los cargos judiciales y de control, pues ya se ha visto cuán dañina resultó esa figura aplicada al Procurador General de la Nación.
Ahora bien, no tiene fácil su tarea para el segundo período el presidente Santos:
-Ante todo, debe cumplir su proyecto fundamental: la finalización del conflicto armado con las Farc y con el ELN. Eso no es fácil. Pero, además, va a tener que manejar –esperemos que con éxito- el trámite de los pasos constitucionales que se deben dar para que el pueblo refrende, en normas, lo que se necesite para formalizar y autenticar los acuerdos. Y después tiene que afrontar, dirigir y coordinar, con la Fiscalía y otras instituciones, lo que se denomina el postconflicto, algo todavía más difícil y espinoso.
-Por otra parte, debe replantear su gabinete y el equipo general de sus colaboradores, con el fin de reflejar la nueva realidad política, que se ha modificado sustancialmente. No entro a especificar cómo, porque eso corresponde al Presidente como jefe de gobierno, pero lo sintetizo en la urgencia de dar un viraje hacia lo social.
-Debe cumplir con su propuesta de suprimir el servicio militar obligatorio, y de indicar cómo se sustituirá sin perjudicar la soberanía nacional, ni la actividad de la Fuerza Pública.
-Debe llevar a cabo las reformas a la salud, a la educación, a la Justicia, al sistema electoral, y revisar las políticas gubernamentales en materia económica, social, ecológica, y en temas vitales como la política de empleo y los pactos con los agricultores y las comunidades indígenas.
Muchos temas, todos importantes, en que el nuevo Santos -ya no elegido por el uribismo- está obligado a definir su posición.